Anaquel

1825

¿Y cuando muera yo?

Por Omar González-García

El lunes 29 de junio de 1971, Ricardo Piglia escribe en su diario: “Se murió Marechal (¿el viernes?), alcanzó a terminar su novela. Según David [Viñas], no había nadie. ¿Y cuando muera yo?”.

Ricardo Piglia murió el viernes seis de enero de 2017. Tenía 75 años y mil días antes de ese día le habían diagnosticado Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Había nacido en Adrogué. Una tarde –lo cuenta mejor por supuesto el propio Piglia en el primer tomo de los diarios de Emilio Renzi— alcanzó un libro, sacó una silla frente a la vereda –paso obligado de los viajeros que descendían del tren– y emprendió la tarea de leer. Un viajero pasó frente al niño que sostenía el libro y le indicó que el libro estaba al revés. ¿Fue acaso Jorge Luis Borges que solía viajar a Adrogué y hospedarse en el hostal Las Delicias? Piglia pensaba que sí, que había sido Borges.

El sino de Piglia era la lectura. Pero no era cualquier lector. Era el lector más atento que el siglo pasado y éste han de recordar; capaz de detectar los vasos comunicantes entre el libro y el lector, entre el libro y su autor y entre el libro y el mundo en una doble vertiente: la del mundo en que se lee y la del mundo que se lee. Leemos en el mundo, en el espacio concreto que por gusto, necesidad o accidente se dedica a tal actividad y leemos el mundo. Si toda lectura requiere un contexto, contexto que es responsabilidad de cada lector, Piglia tiene la lámpara en las manos y guía la lectura y contribuye a fijar ese contexto. Es por Piglia que sabemos que un cuento tiene siempre dos historias, que es el espacio visible y subterráneo por donde corren dos ríos: “Un cuento siempre cuenta dos historias. (…) la historia secreta es la clave de la forma del cuento y de sus variantes” dice en Formas Breves (Anagrama, 1986).

Piglia fue también un lector de detalles, detalles que escapan los poco atentos o de plano descuidados. En “La linterna de Anna Karenina” (El último lector, p. 125 y ss.) hay más de un ejemplo rutilante de la capacidad lectora del profesor de Princeton. “Una actriz en el desierto”, apartado con el que cierra el ensayo antes señalado es un excelente ejemplo de cómo leer y al mismo tiempo contextualizar una lectura e incluso un momento de esa lectura, el disfrute total del detalle.

Al mismo tiempo, Piglia, historiador de profesión, cosa en la que suele repararse poco o al menos no lo suficiente, escribió una serie de obras maestras coronadas por los diarios de Emilio Renzi, ese otro autor con el que sostuvo un desdoblamiento largo y fecundo; un diálogo que difícilmente algún autor podrá repetir en lo que a la primera mitad de este siglo le reste por mostrar. Borges se hizo irrepetible por otro que no fuera el mismo Borges; igual pasa desde hace mucho con Piglia. Solo Piglia puede ser Piglia pero al igual que Borges creo una forma de acercarse a la literatura, una escuela, una iglesia de santos laicos donde ambos conviven con los lectores, les transmiten sus saberes y los animan a crear los propios lejos de sus logradas magistraturas, padres que crean nuevos padres.

En las primeras páginas de Años de formación, Piglia dialoga con Renzi sobre cómo una persona –alguien, no importa quién– se convierte “o es convertido en escritor”. No es vocación ni decisión, dice Renzi en la letra de Piglia; “se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción (…) un modo de vivir (como cualquier otro)”. Piglia fue absolutamente leal a ese “modo de vivir…” lo mismo en la salud que en la enfermedad: Crear…escribir. Como Renzi, como Piglia, el lector devoto, el profesor total, el autor imperecedero.

Regreso al punto de partida: El lunes 29 de junio de 1971, Ricardo Piglia escribe en su diario: “Se murió Marechal (¿el viernes?), alcanzó a terminar su novela. Según David [Viñas], no había nadie. ¿Y cuando muera yo?”. Un silencio reverencial. Un libro abierto a medio leer. Una foto de Piglia –para mí la mejor foto de él— lo muestra haciendo descender sus anteojos y mirar a un punto que está más allá del lente de la cámara. Una historia futura de la lectura tendría que incluir esta foto de Ricardo Piglia en su portada. El último lector se convirtió en vida en el primer lector.