Anaquel

1725

Un hilito de sangre

Por Omar González-García

El sonido metálico del arma al cortar cartucho antecedió al estallido. Huesos despedazados, masa encefálica deslizándose por el espejo. Sangre, mucha sangre, espesa sangre deslizándose sobre la cómoda, cayendo sobre la alfombra gris de tanta sucia, el cráneo desfigurado, irreconocible; tras el estallido, el silencio.

Aby McBride toma el café del mediodía en las mesas exteriores de una de las tantas cafeterías que hay frente al río en San Tomé de Malabia. Sobre la mesa, la alba taza con un cortado exultante, una botella de agua Perrier y el Borges profesor en la edición de Lumen; una birome de tinta azul y una libreta para sus notas; en el bolso de mano un iPhone 11, que recién pudo comprar avisa con un tono suave de los mensajes entrantes.

Aby prepara su tesis doctoral sobre la influencia de Borges en las literaturas de fin de siglo. Desde la mesa ve el río viajar y sobre su mansedumbre, bruna de polución, la espesa sangre toda que el río lleva como cantan Fito y sus epígonos.

Aldo Casares camina sin entusiasmo por la vereda. La calle, pese a él, incluso contra él, pero no a causa de él, hierve de ruido, claxonazos, gritos, insultos. Viene de la que hasta un momento fue su oficina. No oye nada. Avanza solo, hombros caídos y manos en los bolsillos del pantalón, camina; camina ajeno a gritos, ruido, claxonazos, abierto el cuello de la camisa blanca, flojo el yugo de la corbata.

Ve salir policías de un edificio y ve la camioneta de los forenses estacionada en el arroyo pero no acierta a entender de qué se trata. ¿Qué no es la mía la más importante de las tragedias? Parece que no, se dice como respuesta. Un hilo de sangre escapa de la camioneta. Todo se pierde cuando la unidad dobla hacia la izquierda y desaparece, así, de golpe, al igual que la camioneta, el hilo de sangre. “Como quien pierde un trabajo, así también se pierde vida. Hoy lo tienes, mañana no” dice Aldo, y entra al bar de Los Hermanos Malacara y pide una cerveza, y luego un guisqui, y luego un brandy, y se emborracha, o eso espera hacer, emborracharse, y olvidarse de la oficina que hasta hace unas horas fue suya y que ahora será de otro, de otro al que también, lo sabe, su jefe le gritará iracundo que es un imbécil, un iletrado, un estúpido al que esta vez no perdonará.

Teresa Rancallo da los últimos toques a su arreglo. Acomoda una vez más el liguero y las medias. Retoca su maquillaje, se enfunda en un vestido color esmeralda y prende un nuevo cigarrillo y le da un trago al vaso con ginebra en las rocas que tiene en la mesa del camerino. Con una torunda humedecida en el alcohol limpia el hilito de sangre que casi coagulada tiene en la uña del menique de su mano izquierda. “Tengo que fijarme más a la hora que me hacen la manicura”, piensa.

A la medianoche, precedida de su asistente, saldrá de su camerino y escuchará tras bambalinas la voz del maestro de ceremonias y los primeros acordes de su primera interpretación: “Muchacho, que por que la suerte quiso, vivís en un primer piso de un palacete central…”.

A la hora que la noche empieza para Teresa, Aby McBride cierra su laptop luego de terminar la ampliación del listado bibliográfico que demanda su tesis doctoral; está cansada pero no le importa, sabe que ahora, para dormir, deberá recurrir a seis gotas de Rivotril o a una dosis de alcohol. Busca un vaso para servirse un trago doble de ron y lo mezcla con Coca-Cola; “Cuba libre, pero doble” dice, recordando los dichos de su padre.

Descorre la persiana de la ventana en el estudio y alcanza a ver parcialmente una hilera de faroles sobre el río.  A lo lejos, le parece ver un relámpago, “quizás llueva”, piensa, y le da un trago largo, tanático, singular, a esa cuba libre que tan bien prepara.

Aldo Casares dejó el bar de Los Malacara casi a la una de la mañana. Volvió a la vereda y le pareció que la noche no era ya lo que alguna vez había sido. Que se había vuelto zona de riesgo, que no era más la noche cómplice y compañera de esa juventud malbaratada que había terminado de perder cuando entregó, altivo, sí, las llaves de la que fue su oficina, del que fue escritorio. Parado en la esquina que forman Defensores y República, cree escuchar un trueno. “Va a llover”, piensa, “pediré un Uber” y con lentitud pica en la aplicación y espera que el servicio llegue ahí, al 775 de Defensores y República, donde el bar de los Malacara funciona y ya casi cierra.

Casi a las tres de la mañana Teresa Rancallo termina su espectáculo en “El Yate”.  “No llueve esta noche en San Tomé de Malabia, es una noche linda, sin relámpagos ni truenos” dice el locutor del turno de cero a seis horas en la LRA Radio Nacional Malabia.

Los breves golpes de nudillo sobre la puerta del camerino hacen que Teresa Rancallo quite su atención de la voz que en la radio da cuenta de las noticias de las horas recientes…

–Tiene llamada telefónica, dice una voz detrás de la puerta del camerino.

Teresa abre la puerta y sigue a quien le ha informado.

–Aquí puede tomarla.

Teresa sostiene el tubo con la mano derecho e instintivamente muerde su meñique izquierdo. Un hilito de sangre baja lentamente por su dedo.

–Diga…

 “No llueve esta noche en San Tomé de Malabia, es una noche linda, sin relámpagos ni truenos” vuelve a decir el locutor del turno de cero a seis horas en la LRA Radio Nacional Malabia cuando Teresa vuelve al camerino y se deja caer en una silla, y prende un cigarro, y le da un trago largo, brutal, de olvido, al pico de la botella de ginebra que destapa con resignación.

El sonido metálico del arma al cortar cartucho antecedió al estallido. Huesos despedazados, masa encefálica deslizándose por el espejo. Sangre, mucha sangre, espesa sangre deslizándose sobre la cómoda, cayendo sobre la alfombra gris de tanta sucia, el cráneo desfigurado, irreconocible; tras el estallido, el silencio.

El infierno es el otro, Tavares, dijo el Inspector Cruz al ver el rostro desfigurado de Teresa Rancallo. Prendió un cigarro y silbando bajito un tango de Cadícamo salió del cabaret seguido de Tavares. Los forenses hacían su trabajo con resignación. Aquel había sido un mal día, dos suicidios, tres atropellados, dos homicidios. Tiene razón Cruz, el infierno es el otro dijo Tavares y prendió un cigarro. La noche era linda, no llovía en San Tomé de Malabia, “al amanecer habrá una mínima de 17 y la máxima llegará a los 29 grados Celsius…Amanece en San Tomé de Malabia y es la voz de Julio Sosa con Firulete, ¡quédese con nosotros!”.