Bajo la sombra del ciprés

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Que no se trabe mi lengua

ni me falte la palabra…

José Hernández, “Martín Fierro”.

Hacia la séptima década del siglo XX, a punto de franquear los setenta años, Jorge Luis Borges se había convertido en el escritor que a su alrededor concitaba una admiración que había trascendido ya las fronteras de su país. El destino que para él había sido diseñado desde la infancia y preconizado a hora temprana por el poeta Evaristo Carriego, se cumplía de modo indefectible.

En su “Ensayo autobiográfico” fechado en 1970 Borges señala, al hablar de su madre, Leonor Acevedo que: “Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria”. Más adelante, en el mismo ensayo, advierte, rememorando a su padre: “Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera, se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor”. Y reitera, siempre en relación a su padre: “antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela [se refiere a “El caudillo”] de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos”.

Como se sabe, meses antes que la Primera Guerra Mundial incendiara Europa, la familia Borges-Acevedo zarpó del puerto de Buenos Aires a bordo del buque Sierra Nevada.

El objetivo del viaje transcontinental era que Jorge Guillermo Borges, abogado, esposo de Leonor Acevedo Suárez y padre de Jorge Luis y Norah, recibiera un tratamiento contra las deficiencias oculares que le aquejaban al punto que el ejercicio de su magistratura jurisprudencial era ya un martirio.

Establecidos en Madrid tiempo después de su llegada a Europa, Borges conoció a Rafael Cansinos Assens, de quien “Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío… Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario… Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba… [En las reuniones] Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo”.

El magisterio de Cansinos Assens, acompañó a Borges de forma casi permanente tal y como puede desprenderse de una lectura a vuela vista de los contenidos de, entre otros títulos: Arte poética que reúne las conferencias que en el otoño de 1967 dictó en Harvard en el marco de la cátedra Charles Eliot Norton más conocida como Norton Lectures;  en Borges, oral –editado en 1979— integrado por un conjunto de conferencias dictadas en la Universidad de Belgrano en 1978 y la compilación titulada El aprendizaje del escritor, editada en México bajo el sello de Lumen este 2016 y que unifican en un solo tomo Norman Thomas de Giovanni, Daniel Halpern y Franck MacShane.

La lectura de su “Ensayo autobiográfico” puede mostrar al lector y deleitar al experto que se proponga la hipótesis de hasta qué punto los diversos prólogos a su obra poética son una suerte de primera versión del “Ensayo…” que a su vez puede ser leído como una forma de sistematización de aquéllos. En ese sentido es evidente que Borges tuvo una clara idea de la recurrencia temática como elemento creativo que al mejorarse una y otra vez entrega una nueva y mejor obra.  Se trata, y Borges lo sabía bien, de sembrar nuevos hallazgos siempre deslumbrantes, permanencias en continua mutación a la par que preocupaciones temáticas permanentes, encerradas en esas palabras clave que tanto amaba Borges: sueño, noche, laberinto, tigres, tarde, sombra, patio, zaguán, espada, coraje, cuchillo, muerte, amor.

Lo plantea con inobjetable calidad en El Aleph pues en su lectura coexisten como novedad permanente, como una sorpresa cerrada y siempre por venir eternas vertientes del asombro. Una es El Aleph mismo, “donde todos los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente”, dice Carlos Fuentes en “Borges, la plata del rio”; y a la vez, como escribe Borges mismo, “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos…ese objeto secreto y conjetural… que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

Otra vertiente es la idea de El Aleph como espacio donde coexisten como hilo conductor lo mismo Beatriz Viterbo, que es la Beatriz de Dante, que es también Estela Canto y el descenso al sótano, estación del infierno de Borges que transfigura en Dante y donde yace El Aleph, ese espacio de trasvase del espacio de ese otro Borges que es a la vez Borges y es otro.

El Borges que escribe “Beatriz, soy yo, soy Borges”, como si al inequívoco conjuro de ese nombre y no al de Estela Canto, ese “punto del espacio que contiene todos los puntos”, pudiera ser uno y todos y Beatriz y Estela fueran una y las dos el “incomprensible universo” de la mujer de El Aleph, que es Beatriz Viterbo y a la vez Estela Canto, ese punto que alguna vez contuvo, para Borges, todos los puntos: “el inconcebible universo”.

En el poema “Todos los ayeres, un sueño”, Borges escribe: “El pasado es arcilla que el presente/labra a su antojo. Interminablemente”. El poema proviene de “Los conjurados” y data de 1985. Se trata de un libro cuyo prologo fue dictado en Ginebra –“una de mis patrias” la llama el autor—, en los albores de aquel año: enero nueve.

En ese mismo libro que comprende unas cuarenta composiciones tal y como en el prólogo ya aludido puede leerse, se encuentra “Las hojas del ciprés”. De uno de los párrafos finales he tomado la necesaria idea para nombrar este Anaquel, “Bajo la sombra del ciprés”.

Este 24 de agosto, Jorge Luis Borges y sus lectores celebran el aniversario 120 de su natalicio, la redonda fecha que en “la unánime noche” hará que una vasta legión de leales se congregue alrededor del fuego sagrado para celebrar al diálogo “ante la boca de la caverna” dijo hace veinte años José Emilio Pacheco; la inagotable legión que descubre y redescubre cada día a su Borges, nuestro Borges, nuestro querido Borges, “el siempre presente ausente”.

Con estos infolios carentes de toda estética y valor literario recordamos al poeta de Palermo. Esta semblanza genérica y desordenada pretende una sencilla evocación de Borges. Quieran los ubicuos lectores ser indulgentes con este texto. En otro momento Borges nos regalará una nueva sorpresa, un asombro por venir que eso y no otra cosa son las obras de Borges; siempre nuevas, siempre luminosas, siempre llenas de nuevas experiencias, mutaciones inesperadas desprendidas del acto de leer, única soledad gratificante.

“Contra todas las adversidades, –dice José Emilio Pacheco— Jorge Luis Borges trabajo durante setenta años para darnos las páginas que hacemos nuestras al leerlas”. Y al hacerlo, acaso sea posible que pese a la ausencia de quienes tanto amamos, no quedemos “abandonados a la aridez rutinaria de los días” y al leer a Borges recuperamos a quienes ya no están, aunque que sepamos que aún nos acompañan, que siguen estando aquí y siguen siendo nuestros, para siempre “en la memoria/del tiempo secular”. [A mi madre: En el atardecer, en la aurora, para siempre…17/12/1932-25/8/2017].